Mis queridos hermanos, al comenzar este camino juntos, es bueno detenernos a reflexionar sobre lo que realmente significa vivir como jesuita. Nosotros profesamos tres votos —pobreza, obediencia y castidad— y un cuarto voto de obediencia especial al Papa. Estos votos no son meras obligaciones, sino un modo de seguir a Jesús con libertad y con amor. Ellos dan forma a nuestra vida, guiándonos a ser testigos vivos del Evangelio, no sólo con nuestras palabras, sino con el estilo mismo de nuestra existencia.
El Papa Francisco nos lo recuerda una y otra vez: si queremos que la gente experimente a Dios, debemos mostrárselo con nuestro ejemplo. Y esto es especialmente cierto en lo que se refiere al voto de pobreza. No se trata únicamente de no poseer nada, sino de estar libres de apegos para poder amar y servir sin límites.
Ahora debo ser honesto con ustedes: la pobreza puede ser un voto difícil de vivir. Aunque no tengamos nada en propiedad personal, muchas cosas pasan por nuestras manos —libros, ordenadores, recursos— instrumentos que usamos para la misión y para nuestro trabajo. El desafío no está en tener estas cosas, sino en no dejar que ellas nos posean a nosotros. La pobreza se trata del desapego: de usar todo para el bien mayor y nunca para beneficio egoísta.
El Papa Francisco llama a la pobreza una madre que nos protege. Ella guarda nuestro corazón de la tentación de buscar comodidad, seguridad o prestigio en lo material. Cuando vivimos este voto con fidelidad, experimentamos una profunda libertad interior: la libertad de ir allí donde se nos necesita, de confiar en la providencia de Dios y de servir con alegría y generosidad.
Por eso, al iniciar su formación, los animo: abracen este voto con manos abiertas y con corazón abierto. Dejen que los moldee. Dejen que los libere. Y que Dios nos bendiga, nos guarde y nos conceda la gracia de vivir la pobreza no como una carga, sino como un camino hacia la verdadera libertad en Cristo.